Cuando se menciona el oficio de herrero, lo primero que viene a la mente suele ser un hombre con manos curtidas, mono gris y voz grave golpeando el yunque con fuerza. Lo que pocos imaginan es encontrar en medio de ese escenario, entre chispas y vigas de acero, a una mujer al mando. Pero eso es exactamente lo que ocurre en Ferrocen, un taller de herrería ubicado en Cenizate, un pequeño pueblo de la provincia de Albacete. Allí trabaja desde hace 21 años Águeda García, una mujer que se ha abierto paso a martillazos en un mundo tradicionalmente de hombres.
Su historia comienza con un despido. «Estaba de baja en otro trabajo y me despidieron», cuenta Águeda a El Digital de Albacete. Como tantas veces ocurre, la necesidad fue el empujón. Su marido le propuso montar un taller de herrería y, aunque ella no sabía «ni dónde se encendía la máquina», no dudó en lanzarse. «Le dije que si me enseñaba a soldar, adelante. Y aquí estamos», recuerda.
De eso hace ya más de dos décadas. «Mi hijo cumplió 20 años la semana pasada y yo me acuerdo de pasar el embarazo aquí, con una barrigota exagerada», dice entre risas. Antes de la herrería, Águeda lo había hecho prácticamente todo: estudiar, trabajar en el champiñón, ser camarera, coser, faenas agrícolas… «Fui mamá muy joven y me hacía falta dinero», explica.

«Me ayudó a salir adelante»
A diferencia de quienes sienten una vocación por el oficio, Águeda es clara: «Si te digo la verdad, no era algo que me llamara la atención. Lo que pasa es que la necesidad te obliga. Esto me ha dado de comer y ha criado a mis hijos». Habla sin adornos, con una sinceridad aplastante. «En verano me aso y en invierno me quedo helada. Siempre voy con el mono, llena de polvo. Pero es el trabajo que me da de comer», añade.
Y lo hace muy bien. Porque aunque ni ella ni su marido eran herreros al comenzar, se han ganado una clientela fiel. «Todo lo que hemos conseguido ha sido gracias al boca a boca. Hacemos cada pieza como si fuera para nosotros. Si no queda perfecta, la tiramos y empezamos otra vez», subraya.
Tanto es así, que han llegado a exportar piezas fuera de España. Y lo que empezó como una salida de emergencia, se ha convertido en un pequeño negocio familiar que hace desde puertas blindadas e insonorizadas hasta aperos de labranza o barandillas decorativas.

Una mujer entre hierros
Ser mujer en un oficio como este no ha sido fácil. «Al principio nadie se dirigía a mí, todo el mundo iba a mi marido, aunque luego fuera yo la que hacía la faena». Lo dice sin rencor, aunque reconoce que todavía queda quien se sorprende al verla con la radial en la mano. «Es muy chocante cuando te levantas de la pantalla y ven que eres tú. Se quedan mirando como diciendo: ‘¿Pero qué pasa aquí?'».
Águeda asegura, y no se equivoca, que «hace más el que quiere que el que puede». «A mí no me ha dado nunca miedo empezar un trabajo mientras que lo pudiera hacer», dice. Su primera pieza sola fue una cabina de DJ, hecha «a falsa escuadra». «Me costó muchísimo, y aún está por ahí», recuerda con orgullo.

Su mayor reto
Águeda define su oficio como «carpintería en hierro». Las materias primas llegan en barras rectas que ella transforma con precisión milimétrica. «Cuando terminas una puerta preciosa y dices ‘mira, hace 20 días esto era un hierro tirado en el suelo’… eso es lo que más me gusta».
Eso sí, reconoce que el esfuerzo físico sigue siendo su mayor reto. «Ahí no nos podemos emparejar con los hombres. Mi marido parece un toro, y yo me quedo limitada. Pero en todo lo demás, lo hacemos igual».
La tecnología ha cambiado mucho el oficio desde que empezó: grúas, sierras, troqueladoras… «Antes todo era a base de martillazos. Eso sí que era arte», señala.

Oficios en peligro de extinción
Aunque reconoce que hoy en día muchos jóvenes no se acercan a oficios como la herrería, Águeda ha conseguido despertar ese interés en casa. «Mi hijo amenazó con dejar los estudios y me lo traje al taller. Aprendió y ahora está haciendo un módulo de soldadura. Y mi hija igual. La enseñé y aprendió a la primera. Es un hacha», dice con orgullo.
Para ella, la formación práctica es clave. «Por mucho que estudies, si no aprendes con las manos, no sabes hacerlo». Y lo dice desde la experiencia de haber aprendido el oficio desde cero, a base de constancia y muchas horas en el taller.
Mucho trabajo y poco margen
Vivir de la herrería no es fácil. «Los precios en los pueblos son muy distintos a los de la ciudad», explica. A veces, el esfuerzo no compensa el margen, pero se suple con horas. «Si no se saca de un lado, se saca de otro. Y si hay que echar más horas, se echan. Los autónomos somos así». Sin embargo, sigue siendo un trabajo necesario. «El hierro siempre va a estar. Para la obra, la agricultura, etc».
Si hay un trabajo que le viene a la cabeza como un reto superado, es una chimenea de forja antigua. «Me costó un montón de horas. Las medidas no casaban por ningún lado. Pero a base de estudiar, darle vueltas y ser muy cabezona, al final salió. Y quedó maravillosa», resalta.

Águeda García no soñó con ser herrera. No lo llevaba en la sangre. Lo aprendió por necesidad y lo ha hecho suyo a golpe de tesón, sudor y muchas chispas. En un mundo donde los oficios se pierden y donde ser mujer aún es un reto añadido en muchos sectores, su historia es la de quien no se detiene, la de quien se remanga y transforma el hierro con sus propias manos.