Después del último artículo una amiga, Gema M. me “retó” a escribir sobre la bondad como absoluto opuesto a la maldad más espantosa y lo recibí como esa decisión que algunos adoptan en tiempos de guerra, como un reto y como un no dejar morir a alguien que aún puede respirar.
En un mundo obsesionado con las guerras e inmerso en ellas, los tiranos o las catástrofes, la historia parece escrita casi exclusivamente por la crueldad. Los libros de historia y de texto o las gestas en literatura dedican capítulos enteros a Atila, Gengis Kan, Hitler, Stalin o el mismísimo Duque de Alba que se sigue llevando a los niños en Países Bajos; pero apenas unas líneas a las personas que, en medio del horror, eligieron no mirar para otro lado, eligieron hacer el bien y cuando no ha sido arriesgando su propia vida, ha sido renunciando a la comodidad. Personas que vivieron con el corazón en un puño por salvar una vida que nadie les pidió que salvaran. A veces del campo de batalla y, a veces, de los demonios que habitan en los infiernos propios, en los que es difícil ver una salida.
No parece casual esa desproporcionalidad porque el mal hace ruido mientras la bondad susurra. Sin embargo, al prestar atención, se descubre que la bondad no ha sido la excepción, sino el contrapeso y la voluntad que impide que la especie humana se precipite definitivamente por el abismo. El motor tractor de la vida.
Relatos he encontrado miles, más o menos conocidos, pero siempre más de los que parecen. De pánico, en serio lo digo.
No sé si la historia la escriben los vencedores pero de ser así la redactan los vencidos, los supervivientes, los que recibieron una manta, los que dieron 50 gramos de pan de más, los que expidieron un pasaporte falso y de los que lo recibieron… y siempre, siempre de los que pusieron los ojos en el dolor de los otros y les tendieron una mano cuando ante ellos sólo existía el vacío. La bondad avanza, actúa y no se presenta como una fanfarria ética, no viene acompañada de discursos sino sólo de hechos, y las más de las veces, perdidos en silencios. Porque camina a contracorriente y sobre el hielo como en el camino de la vida de Leningrado. Actos que, a mi modo de entender comparten una estructura común: la decisión individual de asumir el coste moral y físico que la colectividad ha decidido desarrollar.
No todos fueron cómplices, muchos más que algunos tuvieron el valor de hacer y de perdonar, incluso en los episodios más negros hay gestos que desmienten la narrativa. Personas que, teniendo razones para cerrar puertas, las dejaron abiertas, gentes que teniendo todos los argumentos para odiar deciden soltar. Existe una cadena invisible entre la bondad de hoy y el perdón de mañana que quizá ha impedido que nos extingamos. Siempre que un hombre esté dispuesto a romper la lógica del odio en esos dos momentos clave, habrá esperanza.
Nada se sujeta sobre los cañonazos, sino sobre los silencios de las puertas que se abren cuando otros las cierran y sobre el perdón cuando casi todos gritan venganza.
La bondad no acumula poder, sino que limpia barcos en medio de tempestades, falsifica documentos bajo amenazas de muerte y abre la puerta a desconocidos y sin dejar estatuas o trofeos, deja vidas que de otro modo nunca hubieran existido. No escribieron Tratados, aunque en algunos casos impulsaron leyes pero adoptaron pequeñas decisiones que evitaron que el mundo se volviera inhabitable, a costa de su esfuerzo, de su sacrificio y de su vida en algunos casos.
La bondad no ha sido la excepción, simplemente ha sido el dique. No sé si frágil, puede que lleno de grietas, pero siempre ahí; como cuando al elegir los actos de bondad se está delinquiendo o como cuando la elección de perdonar parece una traición y se perdona.
A conciencia, a sabiendas. Perdón como camino y como liberación, Perdón como consecuencia de la bondad.
Amelia F. Fernández-Pacheco

