Salieron a celebrar un santo y no regresaron. La muerte esperaba en Murcia, agazapada entre la maleza, a tres jóvenes de Albacete de tan sólo 19, 22 y 24 años respectivamente. Fallecieron juntos tras la emboscada que les tendieron y a día de hoy, sus cuerpos descansan del mismo modo en el Cementerio de Albacete. Su amistad siempre fue verdadera y se convirtió en eterna bajo la sangrienta luna llena de ‘Charco Lentisco’, en el término municipal de Cieza, en la Región de Murcia.
La noche del 30 de noviembre de 1990, tres novilleros de Albacete tomaron la carretera hacia el noroeste murciano empujados por un rito clandestino y antiguo: “hacer la luna”, tentar reses a campo abierto bajo el plenilunio. Al amanecer del 1 de diciembre, sus nombres ya estaban escritos para siempre en la crónica negra: Juan Lorenzo Franco Collado, “El Loren”, 24 años; Andrés Panduro Jiménez, 22; y Juan Carlos Rumbo Fernández, 19. Los tres vinculados a la Escuela Taurina de Albacete. Los tres abatidos a tiros en la finca Charco Lentisco, en Cieza (Región de Murcia).

Un viaje desde Albacete a Murcia y sin retorno
Aquella noche, empezó con música de discoteca en Albacete por la celebración del santo de Andrés y terminó con polvo de caminos en Cieza. El Loren conocía bien Charco Lentisco, ya que su dueño había sido su apoderado: tierra blanca, horizonte despejado, ese brillo lechoso de luna que permite ver a más de doscientos metros. Dejó su Talbot Solara oculto en el paraje de Las Lomas; él y sus compañeros se internaron a pie con la ilusión —y la temeridad— de cruzarse con vacas, novillos o un semental. Era torear sin permiso, un desafío que en la jerga taurina tiene nombre propio y que, aun siendo falta, nunca debería costar la vida.
En la otra orilla de la noche estaba Manuel Costa, empresario papelero reconvertido en ganadero de bravo, y los hermanos Yepes, empleados y pastores de la finca. Las sustracciones y asaltos nocturnos eran, según declararon después, una obsesión recurrente, y los novilleros de Albacete pagaron los platos rotos. Aquella velada hubo cena, conversación de luna llena y, ya de madrugada, seguimiento con las luces del coche apagadas. Cuando los novilleros atravesaron un cruce de caminos dentro de la explotación, empezó la emboscada.

El cruce y los disparos contra estos jóvenes de Albacete
Los hechos probados dibujan una escena seca: los jóvenes corren al intuir que han sido descubiertos; una escopeta abre fuego por la espalda; otro tirador —jamás identificado— les corta la huida con nuevas detonaciones. El mayor de los peones, José Manuel Yepes, dispara. El segundo escopetero permanece como sombra sin nombre en un sumario que, todavía hoy, arde por ese flanco. En minutos, el albero de Charco Lentisco quedó sembrado de vainas, cadáveres y silencio.
Después, vino el desconcierto. Dudas sobre qué hacer con los cuerpos ya sin vida, planes de cal viva y fuego dentro del coche que no encontraron, llamadas al abogado, la presentación ante la Guardia Civil. A las familias de los fallecidos novilleros de Albacete, primero, les hablaron de un accidente de tráfico. La verdad no tardó en imponerse con toda su crudeza.

La investigación que cambió de versión
Aquel sumario fue virando como un carrusel: una primera confesión que trató de cargar la autoría en el hermano menor Pedro Antonio Yepes —entonces menor de edad, sin responsabilidad penal— a cambio de caballos y dinero; una rectificación posterior al no cumplirse el supuesto trato; unas huellas localizadas en una Franchi que apuntaron a José Manuel Yepes; y un arma cuya titularidad documental correspondía a Jesús Saorín Guillamón, hallado muerto por suicidio meses después. Entre medias, declaraciones cruzadas, silencios medidos y esa pieza que nunca encajó: ¿quién fue el segundo tirador?
La Audiencia Provincial de Murcia, con Carlos Moreno en la presidencia del tribunal, zanjó la cuestión principal en sede judicial: condena para Manuel Costa (ganadero y propietario) y José Manuel Yepes (empleado) como autores de tres delitos de asesinato, con 27 años por cada víctima —81 años de condena para cada uno—. La sentencia subrayó el papel determinante del dueño: transportó la escopeta en el maletero, siguió a los novilleros de Albacete con las luces apagadas y no impidió la matanza cuando los jóvenes fueron acorralados en el cruce.

Las ondas largas de este crimen en Murcia que tiñó a Albacete de sangre
El caso no se cerró con el portazo de la sentencia. Manuel Costa salió de prisión tras más de una década entre rejas y falleció por un infarto a los pocos meses de recuperar la libertad. José Manuel Yepes volvió a aparecer en sucesos años después —detenido en 2011 por una presunta agresión e investigado en 2019 por un punto de producción de marihuana—, episodios que añadieron ruido a una historia ya de por sí ensordecedora.
En Albacete, mientras tanto, la ausencia seguía sentada a la mesa de tres hogares. El mundo del toro proyectó al poco tiempo del asesinato un festival-homenaje con figuras como Dámaso González, José María Manzanares padre, Ortega Cano, Juan Mora, Rafael de la Viña y Manuel Caballero, pero se suspendió a una semana de su celebración por desacuerdos familiares sobre el destino de los fondos: monumento a las Escuelas Taurinas o mausoleo en el cementerio. El homenaje que debía aliviar se transformó en otra herida.

La justicia llegó 27 años tarde para las familias de los novilleros de Albacete
Quedaba la responsabilidad civil. Y ahí empezó un laberinto que las familias Franco, Panduro y Rumbo recorrieron durante 27 años. A fuerza de recursos y paciencia, la vía se desplazó a la responsabilidad patrimonial del Estado por el defectuoso funcionamiento de la administración de Justicia.
En febrero de 2016, la Audiencia Nacional reconoció ese fallo del servicio público y fijó 106.185 euros de indemnización para cada familia. El Ministerio empezó a pagar entonces a los Panduro y a los Rumbo; en el caso de los Franco, la tramitación se demoró por el fallecimiento del padre y la declaración de herederos. Dinero tardío para un dolor que no prescribe.

Tres nombres, una ciudad: Loren, Panduro, Rumbo y Albacete
Treinta y cinco años después, Albacete sigue pronunciando tres nombres que no llegaron a tomar la alternativa y a los que los cañones de las escopetas tampoco se la dieron: El Loren, Panduro y Rumbo. No eran estrellas, eran aprendices con hambre que, como tantos, buscaban en la noche un espejo de luz donde medir su valor. Su escuela, su barrio y sus amistades los recuerdan sin bronces ni placas, en relatos que pasan de boca en boca: los entrenamientos al caer la tarde, la ilusión por una novillada más, el respeto —y la inconsciencia— ante el toro bravo.
En ellos se condensa una verdad incómoda: torear sin permiso es una falta, matar es un crimen. Y en Charco Lentisco se respondió a una falta con una ejecución.

El silencio que persiste tras el asesinato de los tres jóvenes de Albacete
Queda, por último, el misterio del segundo tirador. Nadie señaló a nadie de forma concluyente. Nadie —ni el condenado ni el propietario— pronunció un nombre en sede judicial. “Secreto cómplice”, lo llamaron algunos. La bala que cerró el paso en el cruce no tiene firma.
Para Albacete, ese silencio es algo más que una nota a pie de página: es memoria incompleta. Porque la ciudad que los vio nacer y entrenar —que cerró comercios el día del entierro, que llenó iglesias y plazas con minutos de silencio— aún reclama toda la verdad sobre una madrugada que le arrancó tres vidas y le dejó un relato inconcluso.
Este reportaje nace desde Albacete y para Albacete. No busca reabrir heridas, sino ordenar los hechos y no olvidar a las víctimas. La luna llena de aquella noche alumbró con crueldad el campo de Charco Lentisco, pero no iluminó el camino de regreso a casa. A El Loren, Panduro y Rumbo les negaron la oportunidad —y el derecho— de equivocarse y rectificar. A sus familias les impusieron décadas de burocracia tras la muerte.
Que sus nombres vuelvan a este reportaje —y a esta ciudad— con el respeto que merecen: como hijos de Albacete y como víctimas de un crimen cuya onda aún golpea nuestras orillas. A día de hoy, sus restos mortales descansan en el cementerio de Albacete en tres nichos juntos y bajo una lápida común.

