ASÍ SUENA | Es el momento de decir adiós

Artículo de opinión de Humberto del Horno

(Es el momento de decir adiós. Recuerda que los que se quedan no lo pasarán mejor    Despídete – Ella Baila Sola)

   No todo iba a ser política en este espacio que compartimos desde hace, exactamente, veinticinco semanas. Me ha parecido un número lo suficientemente redondo como para coger la costumbre de que, cada veinticino entregas, dejemos a un lado el tablero político para hablar de cosas más mundanas. De veinticinco en veinticinco y hasta que el director quiera. Con su permiso.

   Hay arte y solemnidad en las despedidas. Hablemos de ellas. Quien más, quien menos, ha tenido que desprenderse de algo, de alguien, afrontando todo tipo de sabores de boca en según la circunstancia. A veces para mal, a veces para peor. O para bien, incluso. 

   Decir adiós puede ser un arte y se puede ejecutar a veces sin necesidad de ser artista. No solo en la despedida a las personas. No me digan que no da gusto decirle adiós a la muela que te duele cuando el dentista procede a la extracción. Hasta la billetada que se deja a la salida sabe a gloria y a anestesia. 

   Nunca dejamos de estar despidiéndonos de algo. Acuérdese de ese regustillo cuando se acerca el minuto final de la serie que lleva viendo durante cinco temporadas. Cómo se prepara el cuerpo, y casi el alma, ante ese suspiro final que dará paso por última vez a unos créditos que le han acompañado durante meses. 

   O ese proceso de mudanza, una de las ceremonias del adiós más largas y desordenadas que caben en un proceso vital, que empieza acumulando trastos en cajas y termina con un último portazo cuyo eco perdura. 

   Qué me dice de esas despedidas abstractas. Hay algunas que incluso revisten su liturgia de absurdos aderezos, que yo lo he visto. Mire esa despedida de soltera o de soltero, como si a la soltería hubiera que despedirla para siempre, inundada con bailes tribales de camisetas absurdas y accesorios de dudoso gusto luciendo en las frentes de los participantes. 

   Hay despedidas capicúas que llegan y se repiten en el tiempo, siendo siempre la misma y todas diferentes, como ese hijo que se vuelve a ir el domingo tras la fugaz visita de fin de semana. Y existen, como si nada, otras concretas pero eternas, como esas despedidas de final de campamento de verano en la que dejas atrás amigos que solo lo fueron para quince días y que en ninguno de los casos podrían serlo para mucho más. 

   Cualquiera de las siete artes que se le venga a la cabeza está plagada de despedidas que elevaron su categoría a leyenda. Como cuando ET acercó su dedo al rojo vivo al corazón mismo de Elliot para convertir un adiós en hasta siempre. «Estaré aquí mismo», le dijo la criatura cuellilarga al niño. 

   Cómo pudo Lola Herrera despedirse de la Carmen Sotillo a la que verbalizó durante 40 años sobre las tablas al mismo tiempo que la Sotillo que interpretaba se despedía de Mario durante cinco horas. 

   Hay poesía en las despedidas, porque no siempre están bien resueltas. Y hay gente que no termina de despedirse pero siempre se está yendo, y así no es como debiera hacerse. 

   Si les vengo a contar todo esto es porque hoy he tenido que dejar ir al último par de zapatillas que me ha acompañado en los últimos dos años en todas las terapéuticas carreras que acostumbro a ejecutar. No eran unas zapatillas bonitas, seguramente por culpa de su verde fosforito. Se cruzaron en mi camino a precio de saldo en un ‘outlet’ de Santander, y en Santander vinieron a prestar su último servicio, precisamente el mismo día en el que tuve que despedir septiembre.  

   Yo, con ellas subí y bajé montañas en Cabo Verde, cosí las calles de Bruselas, huí de Amsterdam haciendo círculos. Ellas, conmigo, han pasado revista casi a diario a Madrid Río; y han peregrinado al Apóstol desde Lugo por el Camino Primitivo. 

   A su ritmo, hemos unido la Fuente de Martín Alhaja con el Puente de San Antón en Cuenca más de cincuenta veces; me he perdido y me he encontrado en el albaceteño Parque de la Pulgosa; he terminado y empezado la Vía Verde que sale de Ciudad Real a la ida y a la vuelta; he unido los puentes de Alcántara y San Martín en Toledo. 

   Amigas, compañeras, psicólogas a veces, en el diván de sus plantillas me he acomodado en más de una ocasión para hacerme preguntas y encontrar respuestas. Hoy se han cortado los cordones con trece maravillosos kilómetros conectando la línea de puntos imaginaria que forman las diez playas de la ciudad con la bahía más bonita del mundo. Y, por fin, las dejo ir con este último punto y final.  


Humberto del Horno

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