Querido paisano:
Te escribo desde la cima de lo que fue tu hogar en la Motilla del Acequión para contarte una fábula con moraleja incluida, pero antes permíteme que te informe de que tu casa sigue manga por hombro y dejada de la mano municipal. Igual si te declararas de derechas, liberal y de centro, nuestro primer edil quizás se interesaría por tu caso y movería un dedo en tu favor.
Érase una vez, que se era, una tierra que se quedó sin luz un día primaveral durante diez, doce o quince horas. El que había sido elegido jefe del clan, se apresuró a intentar averiguar qué era lo que había podido suceder, para que el fuego eterno que alumbraba la vida de los moradores de aquel paraje se hubiera extinguido de repente.
En primer lugar, consultó a los encargados de mantener las llamas siempre alimentadas el porqué de aquella extraña situación, de la que no existían recuerdos semejantes en la memoria colectiva del clan. Ellos, encogiéndose de hombros, negaron cualquier negligencia por su parte, si bien se miraron con desconfianza los unos a los otros. Hecho este que no pasó desapercibido para el jefe, que antes de marcharse, les emplazó para que, antes del amanecer el fuego estuviera de nuevo vivo y resplandeciente.
A continuación, mandó llamar a los vigías para que le informaran si habían observado a algún enemigo merodeando por la región durante las últimas lunas. Su negativa no fue todo lo rotunda que el gobernante esperaba y anotó mentalmente aquella falta de energía en la información suministrada.
A la espera de que sus órdenes fueran cumplidas con premura, preocupado, regresó a su hogar y convocó al consejo para analizar con detalle la situación. Tras varias deliberaciones, acordaron informar al pueblo tanto de lo sucedido como de las medidas aprobadas hasta ese momento, lamentando no poder explicar las causas de la pérdida súbita del fuego por carecer de información veraz al respecto.
Mientras que los encargados del fuego iban poco a poco alimentando con sumo cuidado las primeras y débiles llamas, en una vivienda apartada del poblado, el rival del jefe del clan, que en el pasado se había postulado para guiar a su pueblo, rumiaba su venganza en voz baja, sabiendo que los antecedentes anteriores en situaciones excepcionales como aquella, no jugaban en su favor. Convocó a sus seguidores para hacerles saber que debían culpar a su oponente de la pérdida del fuego, aun siendo consciente de que esa misión le correspondía en exclusiva a otras personas.
Envalentonado y azuzado por los más beligerantes de su séquito, pronto exigió una información de la que se carecía y reclamó un relevo inmediato en la dirección del clan, mientras que a la vez, y de forma incomprensible, sus seguidores dejaban al cuidado del líder vilipendiado sus respectivos hogares.
El pueblo asistía incrédulo a aquella batalla, mientras que el fuego iba cobrando fuerza de forma paulatina. Los partidarios de unos celebraban la rapidez en la toma de decisiones, mientras que los seguidores de otros criticaban su falta de iniciativa. Los narradores de historias con años de experiencia a sus espaldas relataban lo sucedido con veracidad y rigor, mientras que los advenedizos se dedicaban a propagar bulos, mentiras e infundios, intentando hacer mella en el ánimo de las buenas gentes de aquellos lugares y quebrar su voluntad.
La luz se iba recobrando sin prisa pero sin pausa, y eso que la causa de su extinción seguía siendo una incógnita. Los encargados del fuego consultaron a sus oráculos en búsqueda de una respuesta satisfactoria que les absolviera de toda culpa. Los vigías desconfiaban de los merodeadores habituales a pesar de no tener pruebas contra ellos, mientras que el líder y su consejo les apremiaban a encontrar una respuesta que trasladar al pueblo. Unas gentes, que a pesar de los malos augurios profetizados por la parte más soliviantada del séquito del aspirante, se mantuvieron unidos y en paz, a la espera del restablecimiento del fuego.
Al amanecer, afortunadamente el fuego crepitaba de nuevo con fuerza en la hoguera comunal, inundando con su luz los hogares de sus moradores. Por su parte, el líder no cejaba en su empeño de encontrar la verdad y continuaba urgiendo a unos y otros para que encontraran la causa del problema acaecido, de tal forma que no volviera a suceder nunca jamás, mientras que el aspirante a gobernante continuaba con su particular cruzada contra el líder, anunciando que tanto él como su comitiva, se opondrían al resultado de las negociaciones emprendidas hacía semanas con otras poblaciones allende los mares, tendentes a mejorar las condiciones del trueque de productos esenciales para unos y otros, si no se almacenaba de forma inmediata una cantidad importante de una determinada y extraña madera, que previniera a la población de futuras situaciones semejantes.
Los pobladores, alarmados ante tamaño disparate y desengañados ante su falta de compromiso, pronto se olvidaron de sus propuestas y su figura fue cayendo en el olvido poco a poco, hasta que su recuerdo quedó barrido por el viento de la sinrazón.
Y esa es la moraleja: “Si pretender ser recordado como un líder, actúa como tal y no digas nunca jamás que no lo fuiste porque no quisiste. Lo mismo no tienes otra oportunidad”.
Antonio Martínez