El fotógrafo albaceteño Santiago Vico presentó el pasado miércoles en el Salón de Actos de la Diputación de Albacete su libro ‘Cultural Albacete, Historia Fotográfica’. En la obra se recogen más de 900 imágenes realizadas entre los años 1983 y 1996 a la luz de las actividades y protagonistas que marcaron los primeros doce años de vida de un proyecto que transformó la realidad cultural de Albacete y su provincia.

Con motivo de dicha presentación y a modo de «sorpresa y homenaje», su amigo Benito Gil Jiménez ha remitido a El Digital de Albacete un texto que a continuación desde este medio reproducimos por su interés de manera íntegra:
Santiago Vico ha publicado un nuevo libro de fotografías en el que se muestran aquellas que recogen eventos culturales de nuestra ciudad. Ésta podría ser una buena ocasión, por tanto, para animarme, de una vez por todas, a preguntarle sobre su pasión, sobre géneros fotográficos con los que se sienta relacionado, sobre la catalogación o instrumentos de su trabajo… Pero, como siempre, creo que acabaré deteniendo mis impulsos al caer en su casi segura respuesta: “no sé ¿qué quieres que te diga?; anda, coge el último trozo de forrete y vámonos que tengo unos negativos que organizar y no tengo mucho tiempo”.
Y así me quedo, pensando, mientras mastico el último trozo de forro del plato, que, efectivamente, menos mal que no le hablo de ‘straight photography’, ‘fotografía cándida’ o ‘foto-live’, ni de los diferentes estilos que con tan sugerentes nombres pudiera asociar con su incansable trabajo durante tantos años. Tampoco me atrevo a mentarle nada sobre formatos de archivo, de TIFF, RAW… porque también imagino su segura respuesta: “Calla, calla, o lo guardo en JPG o ya me dirás. Me marcho que viene un amigo a recoger unas fotos que le hice hace una montonera de años”.

Y es que Santiago, como buen albaceteño, me parece a mí que no está para muchas tonterías. Y que lo importante es hacer las cosas como suelen hacerse por aquí: sin muchas complicaciones. En su caso, claro está, intentar hacer buenas fotografías y sacar tiempo para organizar todo su inmenso archivo, que con eso ya va teniendo uno bastante.
En fin, que no hablo tanto de fotografía con Santiago como a mí me gustaría; pero, incluso esto, pensándolo bien, es algo que no me genera insatisfacción. Y es que, bien mirado, todo aquello de lo que no hablamos en nuestros esporádicos encuentros queda para la evocación, como una sensación de cosquilleo en mi cabeza; algo parecido, ¡mira por dónde! a lo que me producen algunas fotografías. Así que, de este modo se va formando nuestra relación: de breves aperitivos o encuentros esporádicos con alguna conversación trivial y un gran silencio mágico que, afortunadamente, mantenemos a cal y canto para que sea la imaginación, como al ver una fotografía que nos gusta, la que acabe de cerrar el trazo de nuestra amistad.
Y mientras continúo con mis cavilaciones sobre Santiago, dando cuenta ahora de un buen casco de patata, les cuento otra de las cosas que me da por pensar cuando me lo encuentro trabajando. Acostumbrados a que nuestra capacidad de sorpresa o emoción provenga principalmente de pequeñas pantallas de móvil, renunciando a disfrutar de toda esa fantástica vida que nos rodea, alguna de las pocas escenas que a mí particularmente todavía me conmueven es coincidir por las calles con algún veterano fotógrafo intentando retratar esas calles, nuestros actos sociales, en fin, parte de esa vida a la que nosotros parecemos dar la espalda. Hasta si me permiten la sensiblería y puestos a sobrevolar la realidad, a estas alturas de la vida, me parece a mí algo así como un acto de poesía que alguien conserve la virtud de mirar, detenerse y apretar un mecanismo transformador para retener en el tiempo un solo instante. Pues ya me dirán si no es un acto de poesía seguir descubriendo por la calle, en este tiempo de personas a unos smartphones pegados, a un incansable fotógrafo con su objetivo mirando a los demás, a la vida que transcurre a su alrededor, y no a sí mismo realizándose el dichoso autorretrato, perdón, el selfie, intentando recoger para siempre aquellos segundos de nuestro tiempo que, mágicamente, romperán en algún momento esa plomiza uniformidad constantemente tamizada por nuevos filtros de una aplicación. En definitiva, que ya no sólo me emociono admirando una buena fotografía, sino que, perdónenme el éxtasis primaveral, que los inviernos ya no son lo que eran, ahora incluso logra conmoverme la sola visión de nuestros artesanos de la foto, tirando carrete -o tarjeta de memoria, no nos pongamos cicateros-, por los rincones de Albacete. En fin, pura poesía, que diría mi tía. Y si no están de acuerdo conmigo, esperen a que la IA (Artificial Intelligence) llegue al mundo de la fotografía. ¡Menuda poesía nos espera con la IA!

Pero llegados a este punto, voy a intentar dejar pasar las oscuras golondrinas y volver a la realidad. A mí, que lo que quiero es hablar del esperado y trabajoso -una vez más- libro de Santiago, no me queda otra que romper nuestro tácito pacto de silencio, contando por este medio algunas de las cosas que nunca me atrevo a decirle. Y, como añadido, para una vez que hablo y envalentonado como un albaceteño hablando de su Feria, hasta ponerme reivindicativo.
Como estarán comprobando, queda claro que una de las cosas que engrandecen mi orgullo local es, sin lugar a dudas, aparte de nuestra excelente gastronomía tradicional, convivir con fotógrafos como Santiago. Un fotógrafo cuyo trabajo, desde mi humilde opinión, debería ya formar parte de nuestro patrimonio cultural. Sí, patrimonio, y con fotografías. Trataré de explicarme sin atragantarme, mientras apuro el casco de patata.
Aunque no sean aficionados a la fotografía como fenómeno artístico o artesanal, reconocerán que su experiencia con la misma pudo comenzar revolviendo en antiguas cajas metálicas o de cartón las viejas fotografías familiares que sus abuelas, padres o tías sumamente ordenadas guardaban en ellas como oro en paño, a modo de reliquias. Por muchos catálogos o exposiciones fotográficas que hayan disfrutado en su vida, estoy convencido que nunca podrán superar la emoción de aquellos momentos de descubrimiento de las remotas fotografías de nuestras familias o amigos, al abrir esas viejas cajas recicladas. Pasado ya algún tiempo, comenzarían a hojear, en algunas de las casas que visitaban o la suya propia, algunos catálogos de fotografías que, publicados por ayuntamientos, diputaciones y demás organismos de eso que llamamos ‘política cercana’, recogían las realizadas por algunos de nuestros fotógrafos más interesantes: Escobar, Belda, Collado y tantos otros son apellidos conocidos por todos los albaceteños. Fotógrafos que, no lo olvidemos, realizando su trabajo, conformaron para siempre cierta imagen de nuestra ciudad y de nosotros mismos. Pues todo esto que parece tan sencillo como la receta de nuestro atascaburras, humildemente me permitirán catalogarlo, sin lugar a dudas, como parte de nuestro patrimonio cultural, en este caso, fotográfico.
Todos esos archivos fotográficos formados durante tanto tiempo, esos sencillos catálogos o libros de fotografía que durante años se han venido publicado por doquier y, por supuesto, en Albacete, han ayudado a poner en valor algo que quizás hasta ese momento nos era desconocido. ¿Cómo iba a pensar Belda que sus fotografías de las gentes y lugares de Albacete podían llegar a ser patrimonio cultural de todos?

¡Una de caracoles por favor!
La fotografía, como fenómeno artístico cuenta con un número importante de exposiciones en nuestra ciudad al amparo de la Primavera Fotográfica, el concurso ‘Albacete Siempre’; una escuela de fotografía dentro de la labor docente de la Escuela de Artes, la Asociación Fotográfica de Albacete y los intentos, en mi opinión mejorables, de recopilación de archivos del Instituto de Estudios Albacetenses. Hasta incluso, algún premio nacional de fotografía ha nacido aquí. Y alguna joven fotógrafa como Clara Lozano que apunta maneras en el campo de la fotografía más artística, ojalá pueda contar con la proyección que se merece sin necesidad de salir de su ciudad.
Los albaceteños venimos conviviendo así con el fenómeno de la fotografía desde que las fotografías de Belda, Collado o Escobar comenzaron a formar parte de los recuerdos de nuestras familias; y, posteriormente, de los catálogos antes reseñados; apareciendo incluso en los primeros compendios de historia de la fotografía española publicados por el foto-historiador Publio López. Y en esa línea histórica de la fotografía albaceteña creo que, como en tantas ocasiones sucede en el arte fotográfico, ya vamos con retraso en incluir indubitadamente el nombre de Santiago Vico dentro de la misma. Creo que nuestro fotógrafo forma parte ya de esa larga saga que, en o desde Albacete, han llevado la fotografía albaceteña a un nivel que debería llevarnos a dejar de lado alguno de nuestros complejos tan arraigados, como ese de que tampoco tenemos tanto que enseñar al resto de esa ‘bolica’ llamada mundo. Reconociendo, en mayor o menor medida, su trabajo a nivel local, hemos caído en la trampa de no permitirnos ser más ambiciosos, creyendo que nuestro patrimonio fotográfico no tiene el valor suficiente para enseñarlo a gentes más allá de nuestros paisanos.
Pero, con todas nuestras aportaciones a la historia de la fotografía española, con toda una cultura fotográfica en constante desarrollo, ¿es ese reconocimiento suficiente en la actualidad? ¿no es necesario avanzar en uno más acorde con la cualidad patrimonial de sus trabajos? Y, como si se tratase de un procesado analógico fotográfico, ¿no deberíamos reconsiderar toda esa historia fotográfica como un negativo de nuestra conciencia colectiva, para mostrarlo después, positivado, a todos aquellos que nos sucedan o, vaya usted a soñar, a los que puedan visitar nuestra ciudad y disfrutarlo como nosotros? O, en cambio ¿seguimos conformándonos con saludar al simpático fotógrafo que hizo las fotografías de la comunión de nuestros hijos, piropear una y otra vez, como debe ser, su labor, no valorando suficientemente lo que de verdad tenemos delante de nuestros ojos?
Viene todo esto a cuento de mi frustración al comprobar cómo esa infravaloración y, en lamentables ocasiones -que de todo ha habido-, menosprecio por nuestro patrimonio fotográfico no se corresponde con ese agradecimiento y empeño que, en la cercanía, mostramos hacia el trabajo de fotógrafos tan queridos como Santiago. Si de verdad estuviéramos convencidos de que su trabajo y el de otros ya forma parte de nuestro acervo cultural, también nosotros, como sujeto colectivo, deberíamos ser claramente responsables del mismo. Parece como si hubiésemos caído en la trampa del conformismo y, en ese punto, en una especie de injusticia involuntaria hacia Santiago y sus compañeros de fatigas, no siendo capaces de seguir avanzando en la puesta en valor de todo ese archivo fotográfico realizado aquí, tan rotundo y reluciente como el filo de esta navaja albaceteña con la que me dispongo a cortar de un tajo un par de tomates de la huerta de Valdeganga, nuestra Feria o, en general, aquello que ya forma parte de nuestra conciencia colectiva.

Así que imaginarán que esto ya va apuntando a la reivindicación del título. Absolutamente dispersos algunos archivos fotográficos, otros que partiendo de una buena voluntad pecan de una catalogación inocente y adocenada, varios de ellos depositados en algún archivo público sin una muestra proporcionada a su interés patrimonial, o almacenados en archivos privados con los que se va haciendo lo que se puede para su conservación -¡ay, la respuesta de Santiago cuando le preguntan una y otra vez dónde tiene su archivo!- todos nosotros permanecemos impasibles ante la falta de un tratamiento adecuado de los mismos. Algo que, ya desde hace tiempo, en otros lugares donde sí se tiene una mayor conciencia del patrimonio cultural que supone la fotografía, se realiza en un centro de referencia gestionado por profesionales de la conservación y exhibición fotográficas, desarrollándose así la oportunidad de mostrarlo con orgullo a gentes procedentes de todos los lugares.
Otras muchas regiones, provincias o municipios cuentan con experiencias que el tiempo ha demostrado exitosas y, por añadidura, han sido un factor constitutivo de una mayor cohesión social a través del reconocimiento de una sociedad por medio de la fotografía. Almería con el Centro Andaluz de la Fotografía es uno de los principales centros expositivos del país, Zarautz con la Fundación Photomuseum desarrolla una labor, no solo expositiva, sino también de recuperación de fotografías perdidas en los pueblos y aldeas del País Vasco; Alcobendas es punta de lanza en el coleccionismo fotográfico sin miedo a la cercanía de una megalópolis cultural como Madrid, Cervera de Pisuerga puede enorgullecerse de contar con un pequeño museo familiar en el que se muestran las fotografías de un mundo rural desaparecido; Huete es, afortunadamente para los manchegos, otro de los centros de referencia en exhibición fotográfica por la inconmensurable labor de la Fundación Antonio Pérez de Cuenca. Y tantos otros que seguramente conozcan. Algunos importantes están a punto de llegar como el Centro Nacional de Fotografía en Soria -qué satisfacción que esa España pequeña y machadiana pueda alojar algo así-, el cual servirá, sin duda, de apoyo para el desarrollo de sinergias con otras instituciones del Estado como las indicadas.
En nuestro caso, afortunada fue la salvación a través del Archivo Regional de la Imagen del archivo de Luis Escobar depositado en Toledo. El de Collado se encuentra en la Diputación pero sin que se consiga una exhibición continuada y apropiada del mismo. ¿Qué decir de la colección Belda conservada por su familia sin ningún tipo de ayuda institucional? ¿Alguien está reconociendo actualmente el archivo de otro poeta callejero como es Antonio Alfaro? ¡ni se imaginan lo que nos perdemos! Y volviendo a nuestro protagonista, como en el caso de Belda ¿ninguna administración es capaz en demostrar un mínimo interés por ayudar a Santiago en catalogar y digitalizar de una forma profesionalizada todo su archivo? ¿Sólo queda esperar a que aquel agradable fotógrafo done todo su archivo, casi en un acto de desesperación, a una institución para permanecer guardado a cal y canto, mientras como recompensa final le damos amigables palmaditas en la espalda?
Pero como no debería haber reivindicación sin propuesta, me lanzo a trasladar una: destinar, tras un sereno y atinado estudio del correspondiente proyecto cultural, alguno de nuestros históricos edificios ahora en desuso -o uno nuevo a estrenar, ¡qué más da!- a un centro de fotografía en el que puedan catalogarse archivos, recibir donaciones para darles el tratamiento que merecen, gestionar depósitos de fotógrafos ya conocidos o por descubrir, organizar congresos o cursos sobre historia de la fotografía española, ayudar en la protección de los derechos de autor. Una institución que también pudiera contar con un archivo bibliográfico para consulta de libros de fotografía con los que podamos volver a visitar nuestras antiguas calles, contemplar edificios ya lamentablemente desaparecidos, recordar a nuestros familiares y vecinos; pero también poder visitar las Merindades burgalesas, la comarca del Sayago zamorano, el Priorato leridano o la Montaña Palentina; rememorar ahora tiempos lejanos, contemplar aquí otros lugares.

Y endulzando mi imaginación con el remate de un Miguelito de La Roda, visualizo todos esos archivos convenientemente conservados y digitalizados, para después del positivado que merecen, alojar las fotografías más relevantes en alguna sala expositiva permanente donde convivan las fotografías de Santiago con las de Luis Escobar, las de Antonio Alfaro con las de Carlos Cánovas, las de Belda con las de Julián Collado. Y ya, relamiendo los últimos polvos de azúcar glas del Miguelito, soñar despierto con exposiciones temporales en las que podamos ver los trabajos de Casiano Alguacil de Toledo, del gallego Virxilio Viéitez (otro grande, reconocido, pero sin que su archivo sea tratado adecuadamente como desesperadamente está reclamando su familia), de los fundamentales Cristina García Rodero o José Muñoz (dispuesto, como manifestó en una entrevista a destrozar todo su archivo ante el desinterés por el mismo de las instituciones), a los mineros del asturiano Eduardo Urdangaray o a los obreros gaditanos de Francisco Fernández Trujillo.
Un centro de fotografía por el que Albacete pueda ser conocido más allá del llano. Un centro de fotografía que lleguemos a imaginar como una gigantesca caja metálica, como las de nuestros abuelos, donde todos podamos disfrutar de las fotografías de otras gentes y lugares; pero, sobre todo, hayamos sabido conservar como se merecen aquellas que constituyen nuestro propio e indiscutible patrimonio fotográfico; para que, en el futuro, sean nuestros hijos y nietos quienes puedan continuar jugueteando y disfrutando de todas ellas.
O, por el contrario, quizás prefiramos que esos hijos y nietos se conformen con ver fotografías en pantallas de móvil u ordenadores, alojadas en servidores digitales de multinacionales situadas en lugares dónde ni, por asomo, se imaginan lo que es comerse un buen plato de forro con Santiago hablando de cosas sin importancia.
Benito Gil Jiménez