25 años de una devastadora tragedia en Castilla-La Mancha

/Redacción/

El miércoles 9 de agosto de 1995 el municipio de Yebra (Guadalajara) vivió una tragedia que nadie pensaba que pudiera ocurrir, cuando una tormenta provocó una riada de dimensiones desconocidas en el pueblo, que causó cuantiosos daños materiales y se llevó diez vidas.

Era un día soleado, propio de verano, y nada hacía presagiar la tragedia, porque aunque las previsiones meteorológicas alertaban de posibles tormentas, nadie podía imaginar la lluvia torrencial que descargaría la que se formó en la tarde en la zona, como comenta a Efe el alcalde de Yebra, Juan Pedro Sánchez Yebra.

Los vecinos de la localidad recuerdan nítidamente que el día soleado de agosto se convirtió en noche cerrada sobre las 21.15 horas, cuando comenzó una tormenta que tuvo efectos devastadores en Yebra y en el municipio vecino de Almoguera, aunque en este caso solo provocó daños materiales.

Es una efeméride negra para la provincia de Guadalajara e imborrable para los municipios afectados, donde es un asunto doloroso del que se prefiere evitar hablar.

“Ese día la gente asumió que no había nada que fuera imposible, esas riadas que se veían en Levante y que se pensaban que nunca podían producirse aquí”, señala Sánchez Yebra.

El regidor apunta que Yebra no tiene una orografía que se preste a estas riadas, “pero cayó tal cantidad de agua en tan poco tiempo como jamás podríamos haber imaginado”, subraya.

El agua se acumuló en la parte alta del pueblo hasta que la presión hizo que bajara en riada, “como en grandes olas”, recuerdan los vecinos, inundando de agua y barro el centro del municipio, arrasando garajes, locales y viviendas, y levantando y amontonando coches.

Aquel día, la suerte o el destino llevaron a muchos vecinos a pensar que habían vuelto a nacer, porque pudieron salir bien parados del caos y la devastación que provocó la lluvia torrencial, que ocasionó la muerte de diez personas.

Siete de los fallecidos eran vecinos de Yebra, que en su mayor parte se habían resguardado de la lluvia en una nave tras asistir a un funeral, y que acabó siendo inundada por el agua.

A ellos se sumaron el director de la central nuclear de Zorita, Juan Vicente Llinares, y su esposa, que murieron cuando su coche fue arrastrado por la riada, y un camionero que falleció tras volcar su camión en la carretera de Albares.

La suerte, la buena suerte o “toda la suerte del mundo”, libró a otros muchos de un destino similar, como cuenta Victorio Torre, uno de los supervivientes, quien rememora como ese día volvió antes de lo previsto de su trabajo en una obra en Madrid.

“Llegando al cruce del Pozo de Almoguera la cantidad de agua era inmensa y empecé a tomar precauciones, porque daba mucho miedo, era totalmente anormal”, relata.

Y recuerda que pocos minutos después, bajando la cuesta del pueblo, empezó a notar la corriente de agua que salía del cauce del lado izquierdo y empezaba a desplazar el coche.

Tras intentar dar marcha atrás, vio como el agua llevaba su coche “navegando” sin remedio, y como durante unos 20 minutos los remolinos sacaban el vehículo de la carretera y lo volvían a meter.

Victorio Torre explica que el coche dio un par de vueltas y que perdió la esperanza, tras varios intentos de intentar agarrarse a algo abriendo la ventanilla.

“Cerré los ojos y me empecé a despedir mentalmente de mi gente porque internamente dije: De aquí no sales”, admite, aunque tuvo la suerte de que el agua no lo llevó por el centro del pueblo, sino carretera abajo hasta una vega, donde el coche paró y pudo salir.

Y continúa: “Cuando estoy llegando a la pared que da al camino del cementerio oigo una voz, miro hacia abajo y al trasluz de los relámpagos y las luces de los coches que bajaba el agua, vi un brazo que salía del agua pidiendo socorro”.

No lo pensó y se giró dejándose llevar por el agua hasta llegar a ese brazo “y tirar de la mano para sacarla”, cuenta Victorio, quien salvó de esta forma a Amparo.

Su periplo no acabó ahí, el agua seguía subiendo y decidieron encaramarse a la pared del cementerio donde pasaron un buen rato hasta que bajó el nivel del agua y pudieron subir hacia el pueblo y pedir ayuda.

Victorio era consciente de la dimensión de la catástrofe y de la posibilidad de víctimas mortales, entre ellas su propia familia, ya que a esas horas sus hijos jugaban con unos amigos en la Plaza Mayor y “se salvaron también por segundos”.

“Estaban con sus amigos y su padre en la plaza, donde tenían su casa y cuando empezó a llover les dijo que se metieran al garaje, pero mi hijo mayor se asomó a la ventana cuando estaba lloviendo y le dijo: “Antonio mira cuánta agua viene”

Y Antonio, al ver como bajaba una gran ola les dijo que subieran inmediatamente a la planta de arriba y, al momento, el agua rompió las puertas y sacó los coches del garaje, señala Victorio.

“Aquel día aprendí que cada uno tenemos la raya donde la tenemos y nosotros no la teníamos aquel día”, sentencia Victorio, que también comprobó “que cuando las personas tenemos la soga al cuello tenemos diez veces más poder que lo que nos parece y hacemos cosas que nunca pensaríamos poder hacer”.

Y añade: “Fui capaz de pensar fríamente, de tomar decisiones y de hacer cosas que no pensaba que podría hacer”.

La historia de Victorio es una más de las de muchas personas que pudieron salvar la vida ese día en variadas circunstancias, porque todavía hoy no hay vecino del municipio que no recuerde dónde estaba y qué hacía en esos fatídicos minutos.

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