OPINIÓN | El compromiso, por José Francisco Roldán

La expresión compromiso está recogida en nuestro diccionario: “Acuerdo mutuo de una pareja para casarse“. Correcta, pero con reparos, más ahora que contraer matrimonio como lo entendían nuestros eruditos de antes no está de moda, aunque habrá que reconocer la existencia de una tradición que engarza con algo tan actual como esa otra variedad de uniones que buscan esquivar los convencionalismos, todas respetables, pero admitiendo que algunas pueden presentar dificultades legales. Hay quien dirá que las leyes tienen que adaptarse al ritmo frenético de los usos sociales.

            Este preámbulo lo que pretendía era concretar, en cualquier situación, moderna o no, el conglomerado de promesas que en un momento determinado se entrecruzan los humanos para asegurar un futuro en común. Los otros animales, sin que usen la inteligencia, pueden llegar a sellar fidelidades eternas. Estamos de acuerdo en que tenemos mucho que aprender de nuestros compañeros de viaje en este mundo tan avanzado que nos va separando inexorablemente, y nos sentimos tan importantes respecto a los demás seres, de los que tanto ignoramos, que podemos llegar a ahogarnos de tanto saber y poco sentir. Parece que dedicamos demasiado espacio de nuestro azaroso caminar en lograr metas del conseguir, pero poco en interpretar, contrastar, responder de iniciativas embadurnadas de ese hedonismo absurdo que nos impide ser generosos y empatizar con quienes pueden arrastrase entre malentendidos o injusticias. Todo esto nos lleva a la siguiente acepción del compromiso: “Responsabilidad u obligación que se contrae”. Esto son palabras mayores ¿verdad? 

             Ya sea en nuestra relación de ámbito familiar o social, donde emergen seres queridos o apreciados, a los que nos une un enigmático vínculo de emociones encadenadas a la dignidad o el honor, donde se podrían encajar otros conceptos como el respeto, amor, admiración, autoridad, reverencia o agradecimiento, como en las promesas al asumir un contrato comercial o de servicios. Nuestros abuelos, probablemente nuestros padres también, dieron lecciones de autoridad, que algunos hemos olvidado, porque no interesa. Es posible, como ha ocurrido siempre, que un porcentaje de población haya derretido costumbres honorables para acaparar ventajas y prebendas, pero el conjunto de los mortales aceptaba una palabra como compromiso inquebrantable sellándolo con una frase o gesto. Ahora, cuando somos tan modernos y hemos regulado cada instante de nuestras relaciones con infinitas normas legales que pueden no servir a los objetivos previstos, faltamos al compromiso con la facilidad de un traidor que no tiene retribución. No se debería consentir que quién traiciona pueda sacar beneficio de tal felonía, pero de eso saben mucho, precisamente, los que deben comportarse con ejemplaridad exquisita.

              Sin embargo, nada de lo dicho hasta este renglón tiene que ver con el fundamento sincero de estas reflexiones. Hablemos de compromiso con quién te paga. Y en este acto debemos dejar a un lado, porque no daría más tiempo, a las relaciones dentro de empresas privadas, porque disponen de resortes más eficaces, aunque puedan resultar caros, para eliminar comportamientos miserables de personajes abyectos que provocan con sus actitudes infecciones que pueden llegar a corromper cualquier iniciativa. Hablemos del compromiso de los servidores públicos, que desarrollan su labor profesional para atender directa o indirectamente a quienes aportan el esfuerzo que les da de comer. Y tampoco habría que pararse demasiado en esos comportamientos perversos de salvadores de no se sabe muy bien quién o que, cuando en realidad solamente pretenden vivir a costa del resto, seres pasivos o poco rigurosos, eso si, enviando soflamas demagógicas para perpetuarse en el privilegiado puesto de los desaprensivos, que no dudan en traicionar desde las entrañas a su propia organización, que sirve a los ciudadanos.

               El último párrafo es para los que se comprometen, pero de verdad, esas personas que trabajan sin aferrarse al privilegio, empeñados en atender sus deberes y más allá. Porque el compromiso no tiene topes cuando sabes perfectamente cuales son los objetivos de una misión, enmarcada en la nítida visión del servicio público, cuando aportas más de lo que te piden, cuando entregas tus conocimientos, aptitudes y actitudes a una causa justa, que tiene por objeto favorecer a la gente, que son ellos, que defienden a la organización con gallardía, sin tratar de inocular bacilos que puedan infectar o corroer el servicio que se debe prestar. Lo triste es pensar que, en ocasiones, o muchas veces, el comportamiento traidor no es retribuido porque está blindado, ya sea por las armaduras de una confabulación perfectamente estructurada o, que también podría entenderse así, por la cobardía o comodidad de quienes deberían luchar administrando antibióticos eficaces, pero es más sencillo dejar pasar, acomodarse y mirar para otro lado, actitud cómoda pero miserable. Y no tenemos más remedio que reconocer la falta de estímulos o respuesta a los que sí están comprometidos por encima de su sagrado deber. Hay que estar atentos, mirar para el lugar correcto y respaldar, estimular la benevolencia de tantos tratamientos eficaces que mantendrán muy sano el servicio público. De ese modo se conserva lo público. Empujando desde dentro, trabajando más y trastornando menos, que es una especie de deporte nacional, esa forma de criticar desde dentro algo que debe mostrarse como bueno y eficiente, haciéndolo ejemplar, consiguiendo resultados excelentes que impidan la tentación de desarmarlo dejando en desventaja al que menos favorecido.

                 Muy por encima de los derechos y deberes, que deben respetarse a toda costa, hemos de ensalzar este otro modo de entender el compromiso.

José Fco. Roldán Pastor.

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