OPINIÓN | El imperio de la opinión, por José Francisco Roldán

           En el acervo social, donde se acumulan estratos de historia, costumbre, tradiciones, relatos orales, escritos, dichos o descripciones diversas…, lo podemos llamar la idiosincrasia hispana, seríamos capaces de encontrar las claves para introducirnos en eso tan complicado que alguien definiría como el imperio de la opinión, pero sin decantarse, con la equidistancia propia de los sabios, porque padecemos esa enfermedad – puede ser curable con tenacidad y esfuerzo-, que nos impele a posicionamos con urgencia, muchas veces en contraposiciones absurdas, beligerantes, irreconciliables y, peor aún, con tintes dramáticos.

                  Para tener opinión sobre algo, la premisa inicial sería evidente: Información. Es complicado opinar sobre lo que no se conoce. Nadie estaría en disposición de hablar sobre física cuántica sin una mínima información, que debe nacer, como es lógico, de la formación en esa materia, como en tantas otras, reservadas para quienes se esmeran en conocer, contrastar, en suma: analizar la información. Una vez estudiado el conjunto de datos, quizás, estaríamos en condiciones de ofrecer una opinión, ya sea autorizada o no por el respaldo de otros eruditos en el mismo campo del saber o quienes detenten en ese momento el máximo poder, basado en la autoridad del conocimiento.

            Ahora, que entramos en materia, podemos empezar a dudar sobre la capacidad de muchos, la mayoría, para opinar sobre esa pléyade de temas o asuntos, más o menos mundanos. Grupos concretos, con información en determinadas especialidades, podrán escudriñar determinadas facetas del conocimiento, pero tratarán de ser prudentes frente a otros elementos del saber, que no dominan. Los habrá osados, como siempre, que no tendrán reparo alguno en opinar sin fundamento, pero con la vehemencia propia del intrépido ignorante, empeñado en tener la razón gritando más que nadie y acallando las propuestas empanadas de razonamiento lógico pero livianas en la formulación, sin duda porque el que tiene razón no precisa imponerla a los demás. Sin embargo, y eso es importante remarcarlo, esa prudencia puede ser considerada una claudicación ante ideas equivocadas, algo que sería aceptable en algunos casos, o malévolas e insidiosas que tienen como objetivo solapar la razón con imperativos, incluso, soeces, y esas son inadmisibles.

             Los habrá entonces, que para enfatizar sus carencias en el análisis, tratarán de buscar argumentos instrumentales para regatear la verdad contrastada y transformarla en propuestas o comentarios que interesen. Si ese razonamiento superficial y falso es secundado por otros, la verdad empírica, que se ramifica en el saber, aparecerá como error o mentira, pues el contubernio de la ignorancia se enseñoreará de lo incuestionable. Y los habrá que opinarán de todo, sin reparos, contestándolo todo, argumentándolo todo, sin rigor, pero con la petulancia propia del esperpento social, que ignora su lamentable puesta en escena, plagada de tópicos casposos en una interpretación lamentable, pero que llega a quienes debe llegar, por encima de cualquier otra opinión, más compacta y acertada.

             En ese mundo de la ignorancia, cuando un porcentaje de personas no tiene la mínima capacidad que le haga entender la información y analizarla para disponer de los recursos adecuados que le permitan opinar, aparecerán los prestidigitadores de la palabra, los que se dedican a formar la opinión ajena. No es preciso pensar, ya habrá curanderos de las ideas, inventores del pensamiento para hacerlo por ellos. Se trata de insistir en detalles o elementos de la falaz argumentación para orientar hacia sus perversos intereses la opinión de los demás. Incluso, como si fuera una muletilla subliminal, se repetirá una y otra vez para conseguir calar en la mente suave y permisiva de quienes no tienen ningún deseo de analizar datos, contrastar ideas, ampliar información, comprobar elementos de convicción para conseguir una opinión propia, que, en definitiva, nos permite ser libres, aunque sea una libertad sencillamente psicológica, al menos, mientras no se pueda alcanzar la utopía del  albedrío total, siempre respetando al resto, incluso a los que no tienen la misma generosidad. Y para hacer calar sus ideas nos insistirán sin el menor rubor soportando la vergüenza de quienes tienen capacidad para comprender sus intenciones, pero no saben o pueden contraponer argumentos, que son concluyentes, aunque no aceptados por quienes tienen la opinión manipulada. Por eso los hay que gritan más que nadie, embadurnados de esa demagogia fácil que manosean a la perfección. Y utilizan cualquier medio que facilite la transmisión de ideas arrastrando voluntades de plastilina haciendo masa, sin mayor control que el que maneja los hilos invisibles del guiñol social. La lucha será para conseguir dominar el imperio de la opinión, pero sin esmerarse demasiado en cimentar ideas con razonamientos contratados con el saber de quienes aportan sus conocimientos, técnicas y experiencias, alejados del humo que suele impedir ver la verdad, aunque no sea absoluta. Los dominadores del imperio de la opinión evitarán a los especialistas porque pueden descubrir sus falaces maniobras y artimañas. Solaparán argumentos incuestionables con soflamas rimbombantes que llegarán nítidamente a quienes tienen la opinión hipotecada. Repelerán la razón y agredirán de cualquier modo a quienes no compartan la corriente dominante, porque de ellos es el imperio de la opinión.

 José Francisco Roldán Pastor

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